Autoexamen feminista
¿Qué es ser feminista? ¿Lo soy?. Son preguntas que repican en mi conciencia de varón heterosexual cuando se agitan los colectivos feministas ya sea por indignación ante casos de violencia de género o para celebrar conquistas en el frente de la igualdad y la justicia. Son tiempos en que ruge el orgullo de la mujer, hasta el punto de escucharse que el feminismo es una revolución que toda persona decente debería abrazar. Como aspirante que soy a la decencia, me presto a examinarme de los postulados feministas, especialmente en un día como hoy (6 de agosto) en que cumplo años. Sigo con mi vieja costumbre de aprovechar esta fecha para saldar cuentas con la vida y, si es el caso, pagar deudas pendientes. Este año hago cuentas con el feminismo.
El panorama feminista
Para responder a la cuestión de qué es feminismo, nada mejor que guiarse por lo que han dicho o escrito sobre ello las propias protagonistas. Quizás mis lecturas hayan sido algo apresuradas pero, si definir consiste en acotar, delimitar o determinar, he de decir que atisbo un panorama feminista tan abierto, burbujeante y contradictorio que escapa de cualquier definición que pretenda satisfacer del todo a todas. Hay tantas corrientes con prefijos o adjetivos diferenciadores que uno se pregunta si hay uno o muchos feminismos. Señalo solo algunos, a los que he prestado más atención: feminismo liberal, feminismo radical, ecofeminismo, posfeminismo, transfeminismo, ciberfeminismo, xenofeminismo… y por último y más epatante, feminismo islamista, de cuya existencia me enteré leyendo un artículo de Eva Borreguero en El País del 17 de mayo con el título “Mujeres del ISIS, verdades incómodas”. Me descolocó la idea de que pueda haber vocación feminista en mujeres que optan por un burka y se encierran en hogares donde el yihadismo las coloca en tronos de servidumbre y explotación reproductiva.
Muchas de las corrientes mencionadas se revuelven entre sí, pero también contra sí mismas en medio de guerras dialécticas intestinas. Por ejemplo, la lucha contra los “techos de cristal”, a la que nos convocan tantas feministas, es desdeñada por la corriente radical. ¿Para qué afanarnos en romper estos techos si las mujeres que logran encumbrarse en el poder resultan tan explotadoras como los hombres?, se preguntan las feministas anticapitalistas. ¿Política de cuotas para forzar la igualdad?, no, gracias, replican las posfeministas talentosas que encuentran humillante este tipo de medidas. Asociaciones de feministas agrarias se manifiestan en contra de las tesis antiespecistas y veganas del movimiento ecofeminista. Incluso una de las corrientes intelectuales más vanguardistas, el xenofeminismo (en adelante XF), con su grito “no glorifiquemos lo natural” empaña el idealismo ecologista del ecofeminismo. Por otra parte, el transfeminismo se ha visto también cuestionado por el movimiento radical que no acoge en su sororidad a las trans HM (de hombre a mujer) por no considerarlas mujeres plenas. Tampoco gozan de aceptación general ni el movimiento de prostitutas en pro de sus derechos laborales ni el de las partidarias de la maternidad subrogada, aunque la libertad sexual y la gestión del propio cuerpo sean reivindicaciones que fueron asumidas hace ya mucho tiempo, desde que ondearon en la cresta de la ola feminista de los años s1970s.
Observo también que uno de los problemas del feminismo es su contestación dentro de la propia población femenina. Hay muchas mujeres que no solo no se sienten víctimas sino que se ufanan de su situación y desempeño en la sociedad, desdeñando el fenómeno feminista (“la cosa esta del feminismo”, como dijo la empoderada Cayetana Álvarez de Toledo, diputada del PP, en un debate de TVE ); incluso las hay que lo combaten conformando una especie de contrafeminismo.
Una visión más personal
La historia del feminismo suele contarse por olas; ahora estaríamos en la cuarta o la quinta (tampoco hay unanimidad en este punto). Pero yo prefiero la metáfora del río. Pienso en el feminismo como en una corriente de agua soterrada que a lo largo de la historia ha ido aflorando de forma gradual: siempre ha estado ahí, aunque en un pasado remoto solo se manifestase esporádicamente en mujeres de imponente personalidad (Cleopatra, Hipatia, Hildegard von Bingen, Teresa de Cepeda y Ahumada, por citar algunas); hubo que esperar hasta finales del siglo XVIII para que brotase el primer riachuelo reconocible como feminista, el denominado “feminismo ilustrado”, por cuyo canal empezaron a fluir protestas ante una Revolución Francesa que focalizaba en los hombres su proclama de libertad, igualdad y fraternidad; a lo largo del siglo siguiente la corriente fue ensanchándose y profundizándose, pasando de arrastrar quejas a portar vindicaciones de derechos civiles y políticos para las mujeres; en el albor del siglo XX, con el sufragismo ya en auge, se multiplicaron los afluentes, provocando un aumento del caudal y de la bravura de las aguas, lo que acabó por convertir el riacho de cien años antes en un río navegable para cualquier aspiración razonablemente justa; en los años 1960s y 1970s, se desencadenó la conciencia feminista, lloviendo desde entonces tan intensamente que el río se ha transformado en riada; la avalancha es hoy planetaria con un ímpetu tal que desborda su cauce histórico, el abierto progresivamente por la causa de la justicia, invadiendo espacios extraños (queer, cyborg, xeno) por donde el agua (la esencia feminista) discurre con mayor dificultad, cierta turbiedad y no poco riesgo de enfangarse. Esta es mi impresión tras leer el subversivo manifiesto «Xenofeminismo: una política por la alienación” (Colectivo Laboria Cuboniks, 2015).
Sobre el vanguardista Xenofeminismo (XF)
El manifiesto XF es vehemente, ampuloso y un tanto críptico. Esto último dificulta su comprensión. Quizás el grupo de autoras jugó un poco a ello, pues Laboria Cuboniks es anagrama de “Nicolas Bourbaki”, seudónimo bajo el que un grupo de matemáticos franceses de los años 1930s se propuso subvertir los fundamentos de la matemática.
En el epígrafe “Paridad” se proclama lo que considero la esencia del feminismo: la abolición del género, la liberación de la mujer de la cárcel sociocultural en que el patriarcado la ha encerrado, su emancipación; algo que está en línea con la denuncia: «La mujer no nace, llega a serlo» que lanzó Simone de Beauvoir en “El segundo sexo”, libro de cabecera del feminismo, de cuya primera edición se cumplen 70 años.
Ni decir tiene que género (una identidad cultural) no es sinónimo de sexo (una característica biológica). La sociedad XF ideal es aquella en la que se disuelven los géneros pero abunda la pluralidad sexual (“Que florezca un centenar de sexos”, se proclama en el manifiesto). El XF, enlazando con el movimiento queer, desborda la correspondencia binaria entre hombre/mujer (genero) y macho/hembra (biología) para defender una abolición del genero extendida al colectivo LGTBI+: nadie debería ser discriminado (marcado socialmente con un determinado género) por razones de sexo u orientación sexual. Más aún, el abolicionismo XF es también interseccional: cruza el género con otras categorías, como la raza, la clase, la religión y demás, abogando no solo por la emancipación de la mujer blanca, adinerada y cristiana sino de todas, independientemente de su color, posición social y creencias religiosas. En este sentido el XF entronca con el “feminismo del 99%” de Nancy Fraser.
El hecho de que “Paridad” ocupe el espacio central del texto me lleva a creer que constituye también el núcleo de su idea de feminismo, mientras que los demás epígrafes se dedican a escoltarlo con atrevidas sugerencias estratégicas, algunas de ellas cuestionables. No lo son, en mi opinión, el uso de la tecnología (en especial, la digital) como vía de emancipación de la mujer ni la invitación a abrazar el racionalismo y cultivar la racionalidad, combatiendo así el prejuicio patriarcal de que “el hombre razona, la mujer siente”. En cambio, resulta más discutible su antinaturalismo, trufado de posmodernidad filosófica. Para el XF no hay en la naturaleza nada fijo, inmutable, esencial que pueda traducirse en un código ético respetable. El “orden natural” invocado por el patriarcado apesta a teología y es terriblemente injusto con más de la mitad de la humanidad (mujeres, colectivo LGTBI+, personas con diversidad funcional). El XF se dirige a todas las personas que, bajo el orden natural del patriarcado, se sienten raras, “no naturales”, invitándoles a emanciparse, a liberarse de él, de sus consignas y de su injusticia. La política de alienación que se anuncia en el título del manifiesto pretende construir, sirviéndose de la tecnología, un hábitat donde estas otras personas no se encuentren extrañas sino integradas, cómodas, libres para desarrollar todo el potencial de su insólita personalidad. El problema es que este nuevo mundo se bosqueja tan abierto, burbujeante y «desordenado» que parece abocar a la anarquía.
También es controvertida su propuesta de desfamiliarizar la reproducción humana, la crianza y los cuidados construyendo redes de parentesco (tipo queer) que suplan a la familia biológica. Y no digamos su anticapitalismo aceleracionista, cuya estrategia consiste, no ya en combatir el sistema desde fuera, sino en adentrarse en él por la vía de la tecnociencia para, desde sus entrañas o resortes de poder, acelerar sus contradicciones hasta lograr que colapse. Aparte de que la teoría del aceleracionismo es ya de por sí discutible, el rechazo ciego del sistema capitalista (ciego: sin alternativa mejor apoyada en evidencias empíricas sólidas; y experiencias como la cubana, venezolana o china no parecen serlo) provoca a su vez el repudio de mucha gente prudente. Quizás convenga transformarlo más que decapitarlo. El manifiesto XF termina con esta frase: «¡Si la naturaleza es injusta, cambiemos la naturaleza!». Exhorta al cambio, pero no a la destrucción. Probablemente el anticapitalismo sería más aceptable bajo una exhortación similar: ¡Si el capitalismo es injusto, cambiemos el capitalismo».
Concluyendo: ¿soy feminista?
En mi visión del feminismo actual (vuelvo a la metáfora del río) he distinguido entre su cauce justo y sus cuestionables desbordamientos. Aunque me tientan algunas de sus invitaciones vanguardistas, mi arrojo no da para tanto, y por eso me limito a navegar por el canal de la justicia, reivindicando la igualdad de derechos, obligaciones y oportunidades de los seres humanos independientemente de su sexo u orientación sexual y apoyando iniciativas para lograr que esta igualdad sea real, no solo formal, lo que conlleva eliminar las barreras de toda índole – económicas, sociales y culturales, visibles e invisibles (techos de cristal)- que lo impiden. Entre los derechos está, obviamente, el “derecho al respeto”, es decir, a que sean reconocidos su talento, su competencia, su capacidad de decisión, en especial, sobre su propio cuerpo y, sobre todo, a no tener que soportar violencia alguna, de ningún tipo ni grado, desde los sutiles menosprecios hasta las aberrantes agresiones sexuales y los feminicidios. Me pregunto si basta este credo para obtener una credencial de feminista.
Según Nancy Fraser, sí es suficiente. Esta veterana feminista, madrina del “feminismo del 99 %”, afirmó lo siguiente en una entrevista que concedió en Madrid el pasado mes marzo: «Cualquiera que crea que la desigualdad de género existe, es injusta y debe desaparecer, puede considerarse feminista. Pero hay muchas interpretaciones diferentes, y en conflicto, sobre cómo abordar esa desigualdad de género».
La primera frase concuerda con el credo que acabo de asumir y al que, puesto a adjetivar, llamo “feminismo justo”. De ahí que se me puede considerar feminista. La segunda abre una puerta a la libertad y la tolerancia: el cómo navegar hacia una sociedad justa, “la sociedad sin género”, es una cuestión abierta, de modo que no se puede imponer una determinada manera de hacerlo ni prohibir cualquier otra. Esto me tranquiliza, pues otorga a mi feminismo la categoría de respetable, aunque no sea un antinaturalista radical (me atrae más la idea de que hay un «orden natural», aunque no inmutable ni patriarcal, sino evolutivo y abierto a la diversidad) ni un anticapitalista feroz (sin cabeza, sin racionalidad; capital viene de «caput», que en latín significa cabeza).
Llegado a este punto, solo me queda hacer cuentas con mi “feminismo justo”. No tengo reparo en reconocer que he pecado y que probablemente seguiré pecando. Creo no haber cometido pecados mortales, o macromachismos, pero sí veniales, y quizás demasiados. Hemos sido educados en una sociedad injusta con la mujer y con el colectivo LGTBI+, y no es fácil desprenderse de todos los micromachismos que se nos han pegado. Estoy en ello, en asear mi mente y mis costumbres. Mientras me purifico, me consuela pensar que una persona no es tanto lo que ha sido como lo que está siendo. Y hoy, ahora, estoy siendo menos injusto que en cualquier tiempo pasado. Al menos eso creo.