Manex nació el 30 de julio, víspera de la festividad de S. Ignacio de Loyola, seis días antes de que se iniciasen los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro y siete antes de que yo alcanzase la cima de 71 años. Me ufano en recordar que al séptimo día de su vida mi nieto descansó un rato en mis brazos eslabonados. Qué magnífico regalo de cumpleaños. Con él nuestra familia se magnifica, se alarga con un eslabón más y por ende cumplirá más años.
Recuerdo haber hecho ejercicios espirituales en algunos de mis cumpleaños, aunque no precisamente según la guía de los “Ejercicios Espirituales” del santo de Loyola. Han solido ser meras reflexiones sobre la vida que me brotaban al calor de las felicitaciones de amigos y familiares. Como les pasa también a otras personas, supongo. Cumplir años es cumplir con la vida y uno se pregunta cómo lo está haciendo, si bien o mal, si arrastra o no deudas pesarosas (alguna herida emocional o moral sin cicatrizar, remordimientos, algo pendiente de hacer), si ha acumulado o no riqueza reconfortante (familia unida, amistades, satisfacciones, esperanzas) y cuestiones similares. Este último 6 de agosto me rebrotaron este tipo de interrogantes. En especial me pregunté cómo seguir cumpliendo con mi vida tras entrar Manex en ella. La ebullición mediática (TV, prensa y demás) en torno a los juegos olímpicos me abrió un poco la mente, aunque no lo suficiente para que aflorase una respuesta motivadora. He tenido que esperar hasta los juegos paralímpicos, que están celebrándose en este mes de septiembre, para poder escuchar mejor a mi “elan vital”. Bien sea porque en las paralimpiadas, más desnudas de pompa y luces mediáticas, resplandece con más pureza el espíritu olímpico y yo seguía en faenas espirituales, o bien porque, a mi años, me siento más cercano a los discapacitados (la edad avanzada no deja de ser una discapacidad para muchas cosas), el caso es que ahora tengo más claro cómo cumplir conmigo y con Manex.
Pienso en las carreras de relevos como metáfora para expresar lo que ahora me pide mi “impulso vital”. Soy consciente de que encaro el tramo final de mi vida (al menos, de mi vida lúcida) y quiero entregar a quienes me van a relevar el testigo que yo recibí al nacer, que he ido cambiando lo mejor que he podido a lo largo de mi carrera y que espero mejorar todavía en el tramo que me quede (aspiro a que sea todavía largo). A diferencia de lo que rige en los estadios, en esta versión metafórica de la vida el testigo puede cambiar (a mejor o peor) durante la carrera y su entrega puede acabar en manos de uno o varios receptores, cada uno de los cuales lo puede asir entero o en parte o incluso en nada (caso este en que se pierde o cae al suelo) según sea su grado de receptividad, la predisposición de quien lo entrega y otras circunstancias. Algo similar ocurre con los legados y las herencias. En el caso de Manex me ilusiona la idea de que en mi entrega agarre bien y fuerte al menos una parte del testigo que vengo portando con más o menos acierto, parte que aprecio de manera especial: el espíritu olímpico y los valores en que se concreta.
Me gustaría que Manex hiciese algún tipo de deporte físico (pues “mens sana in corpore sano”) y respetase el “fair play” olímpico. Pero, aun en el caso de que no fuese un deportista de estadios, piscinas o campos deportivos, quisiera que practicase el olimpismo en todas las vertientes de su vida (familia, escuela, actividad profesional, sociedad, política y demás); que sea cosmopolita según se invoca en la bandera olímpica; que respete e incluso aplauda al rival sin tener en cuenta su raza, religión, ideología y país de origen; que valore el esfuerzo, la disciplina y el compañerismo; que prefiera una lucha honesta sin victoria a una victoria sin lucha o tramposa.
La prueba deportiva de relevos exige entrenar previamente la transmisión del testigo. Sin entrenamiento no hay un buen intercambio y sin éste no hay buena carrera. Esta se malogra si, por ejemplo, el testigo cae al suelo. En mi juego olímpico con Manex, este entrenamiento significa educación ética. Puesto que educar a los hijos compete a su padres, confío en que Mikel y Naiara me permitan colaborar con ellos en esta tarea. Hace diez años escribí un ‘post’ en este blog donde se defiende un decálogo deportivo imbuido de espíritu olímpico, «El poder de la ética en el deporte«. Lo habíamos recomendado, Naiara y yo, a jugadoras de baloncesto a quienes tuvimos la oportunidad de entrenar juntos. Sé que mi hija lo recuerda y sigue recomendándolo. También me consta que Mikel haría lo mismo. Así pues, disfruto ya de la esperanza de entrenar a Manex para que en su momento me releve en la tarea de portar el testigo (espíritu) olímpico.
Nota adicional: no sé si me quedan siete años de vida, pero sí sé que bastan siete años para entrenar bien a Manex, y espero vivirlos. Leí hace unos años una sentencia atribuida a S. Ignacio de Loyola (no recuerdo con exactitud la cita) que, refiriéndose a las edades educativas más fértiles, venía a decir lo siguiente: «Dejádmelos hasta los siete años. Después ya…es algo tarde, o al menos, más complicado». Así pues, Mikel y Naiara, dejadme colaborar en la educación de Manex, al menos, hasta los siete años.
Nota Final: en mi juego con Manex no me olvido de Maddi. Imposible hacerlo.