El buen caminero

A un par de kilómetros del centro urbano de Galdakao, donde vivo, hay un embalse de nombre Arantzile que suelo visitar con cierta parsimonia cuando necesito bucear bajo las aguas de mi conciencia. Mi hora preferida para deambular hasta él y por su entorno es esa en que la tarde se va entregando a la noche, el tráfico de personas mengua y uno acaba solo en compañía de su alma. Es entonces cuando esta, ante la emergente soledad, se vuelve especialmente locuaz.

En una de estas visitas, poco antes de la Navidad, me encontré con un hombre bastante añoso que faenaba encorvado sobre el borde del camino, junto a la escarpada y frondosa ladera del monte. Azada en mano, y con un rastro y un recogedor a sus pies, se afanaba en limpiar el pequeño badén de hormigón por el que suele discurrir el agua de las lluvias y que, tras el impetuoso otoño que habíamos tenido, estaba obstruido por la hojarasca y los corrimientos de tierra. En la ida me limité a saludarle, pero en la vuelta, viéndole todavía tenaz en su faena a pesar de que la noche ya campaba y solo le asistía la tenue e intermitente luz de una farola cercana, no puede evitar abordarle.

Diálogo:

– Haciendo el trabajo que debería hacer la cuadrilla de camineros del ayuntamiento, ¡no? – le solté a bocajarro.

–  La verdad es que no se les ve mucho por aquí- replicó un poco sorprendido, con una sonrisa indulgente, sin entrar al trapo.

–  ¿Acaso tiene usted algún terreno o propiedad por aquí cerca?- Se me escapó, buscando una explicación. Me arrepentí al instante de no haberme mordido los labios.

–  ¡Que va! Nada de nada- contestó afablemente, sin reprochar mi indiscreción.

– ¿Entonces?- exclamé un poco perplejo, reanimado por su cordialidad.

–  Es que me da pena ver esto como está. Vengo a pasear por aquí casi todos los días  y es un fastidio tener que hacerlo con tanto ramaje en el suelo…, pisando el agua que no puede ir por ahí…– se explayó, señalando con el rastrillo una parte del cauce que aún no había desbrozado.

–  Pero… ¿a estas horas? Es muy tarde, ¿no?- Insistí en mi perplejidad.

–  Es que no quiero que se me vea. Lo hago sin más, porque me place.  Además, hay gente que pasa por aquí que es mal pensada. Les he oído decir que algo debo de sacar yo de esto…, como si fuese un aprovechado.- Lo dijo con una secuencia de pudor e indignación, bajando la vista al principio para elevarla al final, con un tono de voz que fue de menos a más.

– Usted, lo que es, es… ¡un jodido buen hombre!. Eskerrik asko por lo que está haciendo – Me nació del alma despedirme así de él.

Mientras me acercaba a la zona urbana del pueblo, evoqué el poema “Caminante, no hay camino” de Antonio Machado en la voz de su juglar Joan M. Serrat. Mi alma, que obviamente no es tan poética ni trovadora, pero que seguía prendada de aquel buen hombre, me susurraba con desbocada y prosaica locuacidad: Caminante, no hay buen camino sin buen caminero.

Cuando llegué a Bizkai kalea, una de las calles principales del pueblo, y la vi radiante de luz, engalanada con los tradicionales colgantes luminosos para recibir al Olentzero, no pude evitar cierto desdén por este fausto municipal. Mi corazón estaba con el anciano y voluntarioso caminero que seguía en el tajo del camino de Arantzile, iluminado tan solo por una rácana farola, sin más pompa que el anonimato y sin otro reconocimiento que las sospechas de lucro que le habían escupido algunos paseantes maleducados. Para mí, él era el Olentzero y su ejemplo, el mejor regalo.