Ayer finalmente se produjo el choque de trenes entre las dos legalidades, la del Parlament catalán y la Constitución española. No fue un accidente, pues se veía venir. Caiga el peso de la justicia humana y divina (pues el Evangelio también ha sido invocado) sobre quienes pudieron y no quisieron evitarlo. El choque, como era de esperar, ha causado heridas físicas, sociales y morales. El único sentimiento que todos deberíamos compartir es la tristeza. Una tristeza pura y dura.
En mi tristeza, la colisión me ha hecho evocar a la Torre de Babel. Hoy, un día después, escucho lo que se dice, leo lo que se escribe, veo fotos y vídeos en distintas cadenas de televisión y en las turbulentas redes sociales. Intento no excluir nada ni a nadie. Termino el día comprobando que reina la palabra equívoca y un caos conceptual, e incluso moral. Bulle la confusión sobre qué es legítimo, qué es legal, quién es demócrata, quién es facha, quién es pacífico, quién es acosador, quién es de izquierda, quién es progresista, quién dialoga y quién no, quién es buen catalán, quién es traidor… Unos ven blanco donde otros ven negro. Pero no solo lo ven, lo gritan ofensivamente. Cataluña se ha convertido en Torre de Babel. Ni siquiera se sabe ya quién es buena persona, pues hasta los maestros de la moral – sacerdotes, obispos y abades – no se entienden entre sí y confunden a la feligresía. Qué poco católica (o universal) se ha vuelto nuestra Sancta Mater Ecclesia. Me voy a la cama a soñar con la anarquía.