Lo malo de nuestra buena esperanza de vida
“No hay mal que por bien no venga”, sentencia el optimismo. En una versión pesimista, el refrán diría algo así como que no hay bien que esté libre de mal, o que todo gozo tiene su pozo.
Por ejemplo, fíjense en cómo celebran algunos agricultores las buenas cosechas. En vez de alegrarse por su abundancia, se suelen quejar, e incluso muestran su malestar arrojando a la basura parte de lo cosechado. Esta paradoja se explica por la rigidez de la demanda de determinados bienes agrícolas. Cuando en un mercado la demanda es muy rígida, los oferentes tienen que aceptar drásticos recortes de precios si desean vender ingentes cantidades de un bien perecedero en un plazo, obviamente, corto. Es el caso de los agricultores. Los precios de sus productos descienden tanto cuando las cosechas son generosas que sus ingresos menguan aun cuando vendan más cantidad. De ahí su descontento, y su reacción de destruir mercancía para hacerla más escasa.
Hace dos siglos Thomas R. Malthus alertó contra la abundancia de otro tipo de cosecha, la de la natalidad o reproducción humana, enfriando la alegría que las familias suelen tener, expresar y compartir por traer vástagos a este mundo. En su “Ensayo sobre el principio de la población” advirtió que la población del planeta crecía en progresión geométrica, mientras que los medios de subsistencia (hoy diríamos el PIB) aumentaban sólo en progresión aritmética, de modo que la humanidad se encaminaba, vía empobrecimiento de sus habitantes, hacia conflictos sociales y guerras de supervivencia. La visión Malthusiana invitaba a guardar luto por la desbocada tasa de natalidad.
En nuestros días nos amenaza otra exuberancia demográfica, esta vez en el otro extremo de la vida, en la tercera edad. Sea por una mejor nutrición, un mejor sistema sanitario o por cualquier otra causa benefactora, el caso es que cosechamos cada vez más años, abundando en longevidad. Nuestra esperanza de vida crece dentro de una tendencia secularmente alcista, y aumenta relativamente la población senior. Deberíamos alegrarnos ante la expectativa de vivir más, pero sin embargo la sociedad no parece festejarlo. Zozobran las cuentas de la Seguridad Social (SS) y la aritmética de nuestro sistema de pensiones muestra signos desagradables. El Gobierno ‘rompe y rasga’ la quietud social amenazando con medidas impopulares. Los trabajadores en activo protestan ante la perspectiva de tener que seguir faenando más allá de los 65 años, o cotizar más a la SS, o recibir menor pensión cuando se retiren, mientras que muchos de lo ya jubilados, ante la oleada de protestas, se sienten incómodos pensando que es por ellos, por su larga vida, por lo que braman descontentas las nuevas generaciones, la de sus hijos y nietos.
El alargamiento de la vida, que en principio debería ser un motivo de gozo, se está convirtiendo, según algunos aguafiestas neo-Malthusianos, en un pozo sin fondo donde se hunden las finanzas públicas. Hay profecías catastróficas para dentro de veinte años, o incluso antes. Menos mal que las del propio Malthus no se cumplieron y este fracaso nos da ahora un poco de esperanza frente al alarmismo de sus discípulos. El demógrafo y economista ingles no previó el progreso tecnológico que iba a florecer tras su muerte, elevando la productividad de la mano de obra hasta niveles insospechados, ni imaginó que la tasa de natalidad se iba a moderar por la educación de la mujer. Ambos fenómenos neutralizaron las alarmas.
Sin negar cierta razonable preocupación por la viabilidad futura de nuestro sistema de pensiones, hay que rebelarse ante el catastrofismo. Tengamos fe en que el progreso tecnológico incremente de nuevo la productividad de nuestros recursos activos permitiendo sostener niveles de vida decorosos para la creciente población pasiva. Y apostemos también por la «educación en valores» de nuestra sociedad, valores como la regeneración de nuestra democracia, la limpieza en la política, la eficacia de nuestras instituciones, la sensatez de nuestros sindicatos, la responsabilidad social de nuestras empresas, el amor al trabajo bien hecho, la solidaridad intergeneracional y la austeridad en el consumo, en especial, en ese que tanto abunda, el superfluo. El ahorro personal que esto último supondría, bien gestionado a través de fondos de pensiones privados u otros vehículos financieros, sería la respuesta preventiva y corresponsable ante la mayor esperanza de vida.