Frente al Absurdo
Como muchos otros, supongo, he evocado durante estos días los pensamientos de Albert Camus, muerto absurdamente en un accidente de tráfico hace cincuenta años (el 4 de enero). Su influencia en la juventud de las décadas de los sesenta y setenta fue enorme. Y todavía perdura. ¿Acaso no es Camusiana la rebeldía de Greenpeace en Copenhague exhibiendo el lema “Los políticos hablan, los líderes actúan” para protestar contra la pasividad, e incluso complicidad, de los Gobiernos ante la peste ecológica que se avecina?
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Camus reflexionó sobre la ‘condición humana’, diagnosticando su ‘absurdidad’: nuestra existencia carece absolutamente de sentido, de modo que -escribe textualmente- «juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía». Hombre auténtico es el ‘hombre absurdo’, aquel que es consciente de los límites de su existencia (no hay un “más allá” religioso ni un “más adelante” marxista) y es sensible ante ello. Como lo es Sísifo en la mitología griega, a quien los dioses, enojados por su astucia, castigan con la ceguera y la carga de una enorme piedra forzándole a caminar montaña arriba hasta la cima en un viaje inútil e incesante, pues, una vez en la cumbre, no puede evitar que el peñasco se deslice cuesta abajo hasta el valle, sintiendo el vértigo de tener que repetir la ascensión una y otra vez, a perpetuidad.
Una posible actitud ante la absurdidad es su aceptación individual, pasiva e indiferente. Como la del protagonista de la novela El Extranjero, el Sr. Meursault, quien, llevando una vida absurda (al vaivén de la indiferencia, sin valores) y tras ser pillado en un crimen absurdo (cometido “por causa del sol”), asume, con escepticismo y en soledad, una sentencia de muerte absurda (basada más en la forma de ser del reo que en el crimen) y dictada por un Tribunal de Justicia absurdo (cargado de convencionalismo y prejuicios culturales). Camus escribe: «En nuestra sociedad, un hombre que no llora en el funeral de su propia madre corre el peligro de ser sentenciado a muerte…». Meursault, apellido que parece compuesto de meurtre–saut (salto al homicidio), representa al antihéroe.
Por el contrario, héroe es el ‘hombre rebelde’, el que se rebela ante el Absurdo y lucha activamente contra él aun sabiendo que no podrá derrotarlo, el que no se suicida aunque sabe que su vida no tiene sentido, el que no se desespera a pesar de no tener esperanza. Con su rebeldía, el hombre puede ser admirable en un mundo despreciable. Esta ética de acción propuesta por Camus alcanza su mayor coherencia cuando se practica solidariamente, cuando las víctimas del Absurdo se rebelan y luchan contra él sin convertirse en verdugos de otras víctimas. Como lo hace el variopinto grupo personas que bajo el liderazgo del Doctor Rieux se subleva contra la absurda epidemia (pues viene como se va, sin sentido) que asola Orán en la novela La Peste. Un grupo de civiles (no hay políticos, ni militares) que busca la paz por medio de la simpatía (según palabras de Tarrou a Rieux), a pesar de ser conscientes de que «el bacilo de la peste no muere ni desaparecerá jamás»…, que puede llegar un día en que la peste vuelva, «despertará a sus ratas y las enviará a morir en cualquier ciudad feliz». Con estas frases termina la novela.
La rebeldía y la lucha en que piensa Camus no es violenta, pues si lo fuera crearía víctimas y por tanto no sería solidaria. La violencia ejercida sin razón (la de un loco, por ejemplo) es per se absurda, pero la que se practica en nombre de alguna causa o razón también es absurda, porque en un mundo sin sentido, a la deriva, no hay fundamento para nada, ni para la violencia ni incluso para la solidaridad. Si esta última surge, es también por nada, por pura gratuidad de un ser que se siente absurdo pero libre, que no tiene quien le salve pero tampoco quien le ate y condicione. La libertad es la miel de la absurdidad, su único consuelo. Aunque Sísifo sufra al ser consciente de su esfuerzo inútil e interminable, también sabe que el pedrusco es suyo y sólo suyo. Por ello, «debemos imaginar a Sísifo dichoso» – escribe Camus.
Camus rechaza las ideologías cargadas de sentido metafísico y moral, porque, a su entender, son falacias interesadas. Y se rebela contra los sistemas políticos, institucionales y religiosos donde se instalan, porque devienen en impostores, cómplices de la Peste, explotadores de la persona humana. No extraña, pues, que se declarase ácrata y ateo.
Como he advertido al comienzo, muchos le consideran el padre de los movimientos sociales y las organizaciones no gubernamentales, las ONGs, que representan en nuestros día el contra-poder, o mejor dicho, el poder civil ante la corrupción (¡vaya peste!) de los partidos políticos y por ende de los Gobiernos. A pesar de su ateísmo, sus pensamientos han ayudado también a muchos teístas a depurar sus creencias, a rechazar dogmatismos y doctrinas religiosas enemigas de la dignidad y la libertad del ser humano, y a rebelarse contra jerarquías sencillamente absurdas (no puedo evitar mencionar el caso Munilla). Hoy hay muchos cristianos rebeldes por la gracia de pensadores como Albert Camus. Los jerarcas de la Iglesia Católica deberían recordar más a menudo que Jesucristo fue un rebelde ante el sistema social y religioso de su época y que, como Meursault en El Extranjero, fue condenado a muerte, no por criminal, sino por escandaloso.
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Se puede no estar de acuerdo con la visión metafísica del hombre, y de la humanidad, que Albert Camus nos muestra en sus escritos, y al mismo tiempo simpatizar con sus propuestas éticas de rebeldía, libertad, solidaridad y simpatía con nuestros semejantes. Es mi caso. Encuentro en su filosofía buenas razones, pero no la Razón (quizás porque siendo coherente ni la busca ni la da). O en otras palabras, miro al mundo desde el balcón de sus pensamientos y observo muchos, muchísimos absurdos, pero no veo el Absurdo. A pesar de ello, en el tren de la vida, mientras viajamos, le quiero como compañero, aunque nuestras estaciones de partida y de llegada no sean las mismas.
Me ha gustado mucho.
Gracias por este artículo, Jose María. Y por los otros que de tanto en tanto leo en tu blog.
Me llama la atención como, en el tráfago de afanes bien pueriles, algunos hemos pasado muchos años junto al amigo o el colega sin de verdad sondear su alma. Ni darle opción a sondear la nuestra.
Y es en la lejanía de un blog donde descubrimos que somos más iguales de lo que creemos, que sus inquietudes son también las nuestras. Como me pasa a veces cuando leo a un griego de hace 2400 años y me digo: «Este hombre era mi hermano».
Un abrazo,
ft.
Qué grato saber de ti, amigo Fernando. Me satisface que mi admiración escrita por Camus te haya suscitado un comentario tan hermoso como atinado. Una de las razones por las que me retiré temprano de la Universidad fue su paisaje. Me agobiaba ver costra sobre costra más que manantiales de agua fresca. Supongo que fue mi incapacidad, o quizás mi timidez, para sondear el alma de mis colegas y compañeros lo que terminó por desanimarme y me llevó a pacer en otros pastos. Tú eres un buen ejemplo de que en la Universidad hay acuíferos refrescantes. Lástima que no abundéis.
Alba: me gusta que te haya gustado, pero me gustaría más todavía si me dijeses, filósofa como eres, qué es lo que más te ha gustado.