Notas biográficas
Nací en Mondragón – Arrasate (Guipúzcoa) el seis de agosto de 1945. Aprendí a balbucir y garabatear las letras y los números en el parvulario de las HH. Mercedarias adjunto a la iglesia de S. Francisco, antes de ser escolarizado en un “ florido pensil” (feliz expresión de Andrés Sopeña), como era la escuela nacional (sic) de Gazteluondo, campante en una de las laderas del alto de Sta. Bárbara. Allí, a pesar de la tóxicas canciones falangistas y las leyendas sobre vencedores y vencidos con que nos envenenaban las lecciones de historia, geografía y religión, pude progresar en lectura, escritura, aritmética y dibujo, aunque no sin la ayuda extra de la leche en polvo y del queso color butano que nos regaló el Plan Marshall.
En el verano de 1957 la religiosidad de mi familia me llevó a ingresar en el colegio-internado que los PP. Capuchinos regían en Alsasua (Navarra) con la intención de formarme para el sacerdocio. Mi periplo por la Orden Capuchina duró once años: un quinquenio en Alsasua donde estudié humanidades, un trienio en Zaragoza durante el cual me acerqué a la filosofía, un año de espiritualidad en Sangüesa (de nuevo, Navarra) y finalmente dos años de dedicación a la teología en Pamplona-Iruña. En septiembre de 1968, tras participar intensamente en una campaña de alfabetización en un recóndito pueblo de la provincia de León (Trabazos, municipio de Encinedo), mi “elan vital” me zarandeó y decidí retornar a mi hogar, a Mondragón, para iniciar una nueva vida. Tenía ya veintitrés años. Siempre que evoco mi época de capuchino ganan la ternura y la gratitud frente a otros sentimientos. Desde la distancia de medio siglo, y contrariamente a ciertas leyendas negras sobre la vida en los internados, he de reconocer que, pese a mi error vocacional, mi experiencia no es de “mala educación”. Quizás tuve buena suerte.
Mi carrera universitaria se inició en el otoño de 1969, cuando me matriculé en la Facultad de CC. EE. y EE. de la Universidad de Bilbao (entonces se llamaba así) para estudiar la rama de Economía General, y acabó en el otoño del 2006 con mi jubilación voluntaria en la Universidad de Cantabria. Fueron treinta y siete años de vida universitaria, los cinco primeros como estudiante y los demás como profesor. En el año 1984 accedí a una plaza de profesor titular de Teoría Económica (posteriormente, de Economía Aplicada) en la UPV-EHU. En 1992 alcancé una cátedra de Economía Aplicada en la Universidad de Cantabria. Mis años como profesor se repartieron igualmente entre ambas universidades, dieciséis años en cada una, desde 1974 a 1990 en la UPV y desde 1990 al 2006 en la UC. Cuando hago un balance de mi experiencia en la Universidad también sobresalen los sentimientos de amistad y gratitud que recibí y profesé en los dos Departamentos en que trabajé, y en otros entornos. Sin embargo, frente a las áureas leyendas que idealizan la vida universitaria y sus instituciones, debo añadir que me produjo dentera la vanidad intelectual de muchos colegas y que, también en muchas ocasiones, sentí desamor ante el prestigio de la falsedad e irritación ante las rentas del impudor. En mi prematura jubilación voluntaria (a los sesenta y un años y no a los setenta como es normal) hubo cierta elegancia (con perdón), como creo que la hubo en mi decisión juvenil de abandonar la Orden Capuchina. Porque, ¿no es elegante quien elige lo que su “elan vital” le pide con insistencia? En mi caso, mi «elan» había estado aporreando en la puerta de mi conciencia desde unos cuantos años antes.
Desde que me jubilé me dedico a sobrevivir, es decir, a vivir por encima (mejor) de lo vivido. Aunque debo reconocer que esta dedicación tampoco es fácil.