¿Son fiables los títulos universitarios?


¿Conocen el cuento de Juan sin Miedo? Trata de un rey que, deseando casar a su hija con el hombre más valiente de su reino, ante la avalancha de pretendientes, les propone probar su valor pernoctando en un aterrador castillo con la promesa de boda para quien mejor supere la prueba. Obviamente, gana Juan sin Miedo. Este cuento, que se evoca en un conocido libro de Economía de la Información, ayuda a entender una función esencial de la educación: Distinguir a las personas por su nivel de capacidad. La traducción es sencilla: El rey representa a los empresarios, la boda simboliza la inserción ventajosa en el mercado laboral, y el castillo se trueca por una Universidad donde porfían jóvenes pretendientes a futuros trabajos bien remunerados. Además, los torvos guardianes que controlan los pasadizos del castillo se mutan en rigurosos profesores que evalúan carreras universitarias. Quien sale del castillo o Universidad, sin morir de miedo o fracasar, acredita ser un valiente o capaz. El título universitario es el certificado de habilidad.

Qué pensaría el rey si viese salir del castillo a casi todos los pretendientes que entraron, exhibiendo además sonrisas de oreja a oreja? Que la prueba había sido una broma y que necesitaba hacer otras más selectivas, cambiando incluso de castillo y de guardianes.¿Qué pueden pensar los empresarios ante la proliferación de títulos académicos y las facilidades con que se consiguen? Que son demasiados y poco fiables. Exigirán otros e incluso organizarán sus propias pruebas. La Universidad se seca, como fuente de información de talentos, cuando nos inunda con sus títulos. Juan sin Miedo encanta a los niños, pero el cuento se torna antipático para la mayoría de los universitarios. Nos dice que la Universidad, para ser auténtica, debe entronizar al mérito, aunque ello implique conculcar la igualdad de resultados. En otras palabras, aunque en su entrada haya igualdad de oportunidades, en su salida ha de prevalecer la meritocracia, lo que inevitablemente separa a los jóvenes ante el mercado de trabajo: Éstos, mediante la concesión, negación o gradación de títulos, son distinguidos y clasificados en función del talento y esfuerzo probados. Esta visión de la Universidad concita recelo popular, por lo que no suele exhibirse para atraer apoyos presupuestarios.

Afortunadamente, hay otra visión más seductora que se apoya en la teoría del capital humano. Según ésta, la educación es una inversión que incrementa nuestro acervo de conocimientos y habilidades, enriqueciendo nuestro “saber hacer” y nuestro “saber comportarnos”. En su idealismo, esta teoría dibuja a la Universidad como un castillo encantado: Quienes pasan por ella multiplican sus dones. Por eso, ésta es la imagen que suele promocionarse para suscitar la devoción del dinero público. Pero, incluso aceptándola como más apropiada, no debemos menoscabar la función informativa de la Universidad. Pues, ¿cómo cerciorarnos de que se enriquecen los alumnos?. Aquí no vale la presunción, sino la prueba. Para que los títulos tengan valor, deben reflejar, mediante pruebas rigurosas, el aprendizaje del alumnado. Ciertamente, no hay pruebas perfectas y las calificaciones resultantes pueden no representar con exactitud el verdadero aprendizaje, subestimándolo en algunos casos y sobreestimándolo en otros. Pero no es menos cierto que la credibilidad del resultado de un examen depende de la calidad con que éste se diseñe, realice y evalúe.

Pues bien, esta calidad está gravemente amenazada por el creciente desencuentro entre las motivaciones de profesores y estudiantes. Éstos, salvo gratas excepciones, desean aprobar mucho más que aprender (demandan más revisiones de exámenes que tutorías) y en consecuencia estudian de forma cada vez más impropia (coleccionando exámenes ya hechos, aprendiendo trucos en academias paralelas, sustituyendo libros por apuntes). Parece que les importa más el tránsito por el castillo del horror que la estancia en el palacio del saber. Por otra parte, son raros ya los profesores que encuentran deleite en examinar; al contrario, esto les resulta tedioso, penoso y a veces conflictivo. Prefieren investigar, aplicar conocimientos y enseñar, quizás por este orden, dados los sistemas de promoción e incentivos vigentes. Además, examinar con decoro no es precisamente un mérito reconocido (¡ay de los profesores “hueso”!). En estas condiciones, y ante los deseos (y presiones) de los estudiantes, ¿no se justifica la “vista gorda”, y “pecan los justos hasta setenta veces siete”?. Finalmente, que los profesores examinen a los mismos alumnos que enseñan, sin control externo, ¿no permite maquillar docencias descuidadas (por atender otras prioridades) con lustrosas calificaciones?

Algunos pueden contestar que el rigor sigue imperando, ya que son muchos los que abandonan los estudios, y además, el tiempo que cuesta terminarlos sobrepasa claramente el programado. Pero, quienes abandonan, ¿lo dejan porque las titulaciones son exigentes o porque las pruebas de acceso a la Universidad son muy poco selectivas? Quizás el abandono sólo pruebe que no debieron haber accedido. Y con respecto al exceso de tiempo para terminar una carrera, ¿se debe a que se exige mucho o a que los estudiantes se relajan con normativas sobre permanencia excesivamente tolerantes?. Pensemos en las facilidades otorgadas para eludir convocatorias de exámenes.

La OCDE, en su «Mirada a la Educación 2005», advierte que España es el único país donde obtener un título universitario ya no aumenta la probabilidad de encontrar trabajo. Otros estudios indican que se agrava el problema de “sobretitulación”: Titulados que necesitan adquirir más y más títulos (masters, idiomas extranjeros, etc) para insertarse en el mercado laboral; y entre los que ya trabajan, aumenta el porcentaje de quienes creen que su puesto es de categoría inferior a su título. ¿Cuánto influye en estos hechos la degradación de los títulos universitarios?.

Juan sin Miedo, a diferencia de los otros pretendientes, carece de fortuna, pero es rico en valentía. Gracias al rigor de la prueba, puede demostrar su valor y casarse con la princesa. Similarmente, hay estudiantes, que siendo de origen modesto, poseen más talento y capacidad de esfuerzo que otros de familias más pudientes, y sólo mediante una Universidad exigente (meritocrática) pueden rentabilizar su ventaja y acortar distancias sociales. Por razones de equidad (bien entendida), ¿no debería la Universidad española aspirar también a la excelencia en la fiabilidad de sus títulos?.

Categories: Reflexión

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